Cuando en la Semana Santa de 1941 un grupo de presos republicanos antifranquistas de la Prisión Central de Valdenoceda (norte de Burgos)
decidió plantarse y hacer frente en el patio de la cárcel a los
traidores armados vencedores de la criminal guerra por ellos auspiciada y
a los furibundos curas que les santificaban, no podían sospechar que
ese heroico gesto, que ellos interpretan como postrer y funesto, iba a
acabar salvando la vida de muchos de ellos. Treinta y dos hombres,
algunos aún muchachos, desesperados pero serenos y caracterizados por su
gran predicamento entre los prisioneros, decidieron retar a la legión
de sacerdotes jesuitas venidos expresamente desde Oña para
catequizarlos y a los armados que los custodiaban, mediante los
sencillos gestos de permanecer en pie frente al Santísimo, al oficiante y
a la Dirección de la prisión en plena misa solemne y negarse a
comulgar. El revuelo fue enorme. Arrestados, fueron conducidos entre
golpes y empujones a celdas de castigo y rápidamente sometidos a
expedientes, que desembocaron meses después en traslados obligados a
durísimos batallones de forzados y a terribles penales con fama de
aniquilar cuerpos y almas. Entre esta treintena de hombres se
encontraban Juan Antonio Gaya Nuño, Ernesto Sempere Villarubia y Gabriel Martínez.
Juan Antonio Gaya Nuño nació en Tardelcuende, Soria,
en 1913. En 1920 marchó a residir en la capital junto con su familia,
la cual destacaba entre la sociedad soriana por su prestigio y en su
calidad de intelectual y progresista. Su padre, el doctor Gaya Tovar, era médico-ginecólogo, humanista y un hombre muy conocido en Soria por su marcado carácter republicana. Su hermano mayor, Benito Gaya Nuño, fue catedrático de Griego e intelectual. Amparo, la pequeña de los tres hermanos, fue catedrática de Ciencias Naturales y directora del Instituto Antonio Machado,
de Soria. El 18 de julio de 1936, Juan Antonio era ya un notable
erudito e historiador profundamente formado en cultura clásica que
contaba con 23 años de edad y que se encontraba en Madrid, pues acababa
de recibir el premio extraordinario de doctorado en Filosofía y Letras
con su tesis sobre El Románico en la provincia de Soria. En agosto de
ese año recibió la noticia de que su padre había sido fusilado por las
fuerzas franquistas en Soria, y en septiembre se alistó en el Ejército Popular Republicano (EPR), alcanzando en el mismo el grado de capitán del Batallón Numancia, actuando principalmente en el frente de Guadalajara. Tras la derrota, Gaya Nuño fue hecho prisionero y condenado a veinte años de cárcel.
Juan Antonio Gaya Nuño
Gaya tenía una gran personalidad y un fuerte carácter, que le impedía
doblegarse ante la adversidad. Pero huérfano de padre asesinado, y
prisionero en Valdenoceda, Juan Antonio cayó en un profundo estado de abatimiento y depresión. Fue allí donde le conoció Ernesto Sempere Villarrubia, joven cordobés afincado en Ciudad Real, voluntario con 15 años en la 88ª Brigada Mixta
de inspiración anarquista, también, al igual que Gaya, con su padre
fusilado por su responsabilidad política y militar (presidente de Unión Republicana
en Ciudad Real y Teniente Coronel en el EPR) y así mismo condenado a la
pena de 20 años y un día. Leamos en algunos apuntes de las Memorias de
Sempere su particular encuentro y andanzas con Gaya Nuño:
Imagen
(ortofoto) de Valdenoceda desde satélite. Puede apreciarse con
facilidad cómo el Río Ebro es encauzado aguas abajo para que un ramal
pase por debajo del humedo e infecto caserón de la Prisión.
“En el mes de septiembre de 1940 y con
19 años de edad me incluyeron, como penado, en una tanda de cincuenta
hombres con rumbo a un penal lejano y desconocido llamado Valdenoceda.
Después de un pavoroso viaje desde Ciudad Real hasta Burgos (unos 500
kms) en un vagón de ganado precintado a la salida y soportando
frecuentes y largas paradas, hambre, sed, frío, defecaciones, vómitos y
desmayos, llegamos a Burgos donde ya nos esperaban en la estación un par
de camiones entoldados, que nos condujeron al penal".
"Esta segunda parte del éxodo fue
corta pero espeluznante. Rodeados de guardias civiles, el dedo en el
gatillo de sus fusiles, bajamos por una carretera sinuosa plagada de
curvas cerradas y de peligros hasta llegar sin novedad al recinto
carcelario. Tras los trámites en la llegada, cacheo y somero
reconocimiento, pude al fin colgarme mi "petate" a la espalda
(envoltorio que contenía un jergoncillo de 0,40 centímetros de ancho,
relleno de borra, manta y cabezal incluidos) que acompañé con mi mochila
y, en su funda, mi inseparable violín. Pasando por patios interiores
circundados por grandes bloques de cuatro a seis plantas, fueron
ubicándonos a todos. A mí me condujeron hasta uno de los amplios
cuartuchos en zona baja de la antigua fábrica de sederías".
Vista aérea de la fábrica de sedas de Valdenoceda en 1925. Trece años después fue reconvertida en temible prisión.
"Caía la tarde de aquel frío y nuboso
mes de septiembre de 1940. La noche se echaba encima y me impresionó la
vejez de aquellos edificios. Prácticamente se caían a pedazos. Los
techos y los suelos eran de madera invadida por la carcoma y por
legiones de chinches que, sin esperar a que llegara mayor oscuridad,
bajaban a cientos por las paredes e invadían el recinto decididos a
chupar la poca sangre que quedara en tantas famélicas personas. Me
asignaron sitio. Colgué mi mochila y mi violín y preparé mi "petate" que
servía de asiento y de cama donde, dada su escasa anchura, solo podías
en ella dormir de lado".
"Enfrente de mí y recostado en su
colchoneta, yacía un hombre de unos 30 años, cara tristísima y cabeza
poblada ya en gran parte por canas. Era Juan Antonio Gaya Nuño,
capitán republicano en el batallón Numancia y hombre de letras. Un
cigarro pendía de su boca y la ceniza se extendía por su jersey sin que
él hiciera ademán de limpiarse. Me impresionó. Era, todo él, la imagen
de la más absoluta desesperanza. A su alrededor, cuatro compañeros
intentaban reanimarle, hablándole, contándole las mil peripecias
diarias, cotilleos y hablillas de un Penal donde vivían unas mil
trescientas almas, muriendo muchos de ellos. Pero aquel hombre
desesperado seguía distante y desfallecido, como si estuviera en un
mundo aparte, lejos de allí y de todos".
"Alguien del grupo vino hasta mí. Inquirió:
- ¿De dónde vienes, chaval y cómo te llamas?
- Vengo de la Prisión Provincial número 2 de Ciudad Real --contesté--. Me llamo Ernesto Sempere.
- Eres preso político, ¿verdad? ¿Tienes mucha condena?
- Si, lo soy --repuse--. Y traigo sólo veinte años y un día.
Se echó a reír.
-¡Vaya, vaya! Bueno, no te desanimes. Pero dime, ¿de verdad tocas el violín?
- Hago lo que puedo --le contesté-- Aunque sólo me atrevo con piezas sencillas.
- Por favor --continuó-- ¿quisieras
tocar algo que pueda animar a Juan Antonio? Mira, te explico. Es un
historiador de Soria, de Taldercuende. Fue torturado y condenado a
muerte en su tierra y su padre ha sido fusilado. Lleva unos días caído
en una profunda depresión. Se está dejando morir. ¿Quieres que
intentemos, con tu música, sacarlo del negro pozo en que ha caído?
- Acabo de llegar de un viaje infernal
--contesté-- y estoy rendido. También a mi padre lo fusilaron hace dos
meses. Pero haré lo que pueda".
"Saqué mi violín y toqué algunas
canciones de entonces, "La Parrala", "Ay, Maricruz" y otras. El ambiente
se alegró, algunos presos ajenos al grupo se pusieron a cantar, a
bailar unos con otros y a hacer el oso. Fue curioso ver cómo en medio
del hambre, la tristeza y el horror, la música, aunque fuera modesta,
constituía motivo para la algaraza, la confusión y el bullicio con
olvido momentáneo de tanta desventura. Y lo mejor fue que Juan Antonio
Gaya Nuño, el Licenciado en arqueología e idiomas orientales, profesor
de Instituto en la cátedra de Historia Universal, opositor a la
universidad, capitán republicano en nuestra lucha y gran futuro valor
nacional, pareció despertar de su letargo y palmeó levemente".
"Sus cuatro amigos --dos de ellos médicos vascos y un tercero psicólogo-- radiantes y contentos bromearon:
- ¡Sempere, toma un cigarro, chaval. Te vamos a nombrar violinista de Hamelín!
Y Gaya interrumpe y dice con débil voz:
- ¿Cómo decías que te llamabas, muchacho?
- Sempere, me llamo Sempere --contesté--.
- Pues desde ahora pasas a ser de nuestro equipo y te llamaremos "Semperito".
Y así, entre aplausos y palmadas en la
espalda, pase a ser del grupo. No sabía entonces que sería conocido
como alguien de los "trece de la fama" y que por ello salve la vida".
Más
de 50 años después del cierre de la prisión de Valdenoceda y entre los
intersticios de su muro externo, fue encontrada una muy manida baraja de
36 naipes, hechos a mano muy probablemente por presos del penal,
utilizando para ello papel de estraza. Las temibles condiciones
infrahumanas en las que malvivían los presos no impedían sin embargo que
agudizaran su ingenio para sobreponerse a la adversidad. Reproduzco
aquí el As de Oros.
"El grupo se tomó en serio asesorarme y
advertirme respecto a situaciones y peligros con los que iba a
enfrentarme en el Penal diariamente, aparte de concretarme cuáles serían
mis obligaciones como miembro de aquella pequeña colectividad. [….] En
el grupo me apreciaban y este afecto subió de tono cuando saqué una
talega que traía desde Ciudad Real y que contenía unos 20 kilos de
harina de almortas, con las que preparar las celebres "gachas de pitos"
manchegas. La entregué al grupo y con ellas nos alimentamos varios días.
Mi violín seguía sonando y amenizando la vida en la nave. Además,
contribuía a disimular el hambre que todos pasábamos [...] .
"Juan Antonio Gaya iba
restableciéndose, con lentitud pero con asiduidad. Alguien del grupo se
inventó un "Certamen Literario". Todos escribiríamos algo --novela
corta, poesía, cuento-- y Gaya sería el que actuaría de juez
calificador. Así lo hicimos y constituyó un éxito. El premio consistía
en un cartón redondo, dibujado y coloreado, donde aparecía una figura y
un lema. Yo escribí un cuentecillo titulado "El hombre que se quería
matar" y cada cual hizo lo que pudo. Gaya estudió todos los trabajos con
interés y adjudicó el premio. Realmente el premiado fue él. El
"Certamen Literario" terminó de sacarlo de la tremenda depresión que
padecía y recuperó su alegría y las ganas de vivir".
Gaya
Nuño junto con otros compañeros de reclusión en la Prisión de
Valdenoceda. Es el segundo por la izquierda, en la fila superior. La
imagen ha sido extraída de un reportaje centrado en Gaya publicado el
pasado 8 de diciembre de 2008 en el "Diario de Soria" (edición local del periódico "EL MUNDO").
"Yo había llegado a Valdenoceda en
Septiembre de 1940 y a poco tuvimos que enfrentarnos al invierno que en
aquella zona fue tremendamente duro. En noviembre soportamos fuertes
nevadas que se repitieron en Enero de 1941. La puerta de entrada a
nuestra nave quedó obturada por la nieve hasta unos sesenta centímetros
de altura. Como además se heló nos costó mucho trabajo dejar libre la
salida, lo que no tuvimos más remedio que hacer ya que la corneta
mañanera había ya sonado en llamada para el "desayuno", un cazo de
achicoria, levemente azucarada, que, al menos, calentaba las tripas.
(NOTA del autor del blog: en los tres meses (febrero, marzo y abril) de
aquel terrible invierno anteriores a la semana santa de 1941,
fallecieron en la prisión de Valdenoceda --auténtico matadero de
antifranquistas-- 30 presos republicanos víctimas del maltrato, el
hambre y el frío)”.
Fue ya casi finalizado el invierno de este año 1941 cuando ocurrió el
transcendental suceso al que hacía referencia en el inicio de la
entrada. La Cuaresma de aquel año se inició el miércoles de ceniza 26 de febrero, y las fechas estipuladas para la Semana Santa marcaban como Domingo de Ramos el día 6 de abril. Con este motivo y dentro de la política de evangelización impulsada por el Nazionalcatolicismo,
se desarrolló en el interior de la prisión, una asfixiante campaña de
cristianización obligatoria de los reclusos, llevada a cabo por
fervorosos curas jesuitas venidos de Oña. Durante la misma, o quizás
como consecuencia de ella, una treintena de presos, entre ellos Juan
Antonio Gaya Nuño y Ernesto Sempere, permaneció de pie frente al
Santísimo durante el curso de una solemne misa, exteriorizando así su
protesta por la actitud de los eclesiásticos y de la dirección del
centro. Todos ellos fueron castigados: 12 con traslado forzoso al Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores de Belchite, 5 al Batallón de Brunete; 1 a Alcalá de Henares; 1, Gabriel Martínez --preso aún superviviente en 2009— a la Prisión de Talavera de la Reina; y 13, a los que se les conocería más tarde con el sobrenombre de “Los trece de la fama”, a la temible Prisión Provincial de Las Palmas de Gran Canaria,
cárcel que se conceptuaba como un durísimo penal de castigo, del que
era harto difícil salir con vida. Estos trece presos eran Pablo
Ávila Menoyo, Humberto Blanco Moreno, Manuel Castillo García-Negrete,
Santiago De la Cruz Touchard, Luis Díaz Serrano, Ángel Galarreta
Maestre, Pedro Garrigos Sevilla, Juan José Genose Coronas, José Goicuría
Ibarra, Antonio Moraleda Gutiérrez, Manuel Pons Quibus, y los ya mencionados Juan Antonio Gaya Nuño y Ernesto Sempere Villarrubia.
Durante el viaje de traslado, que comenzó en octubre de 1941 y que duró
cerca de un mes, Gaya, Sempere y sus compañeros pensaron con frecuencia
que no llegarían a Las Palmas y que en cualquier recoveco de las
carreteras que recorrieron serían fusilados. Atados con alambres de tres
en tres, fueron montados en un camión y custodiados por guardias
civiles, llegaron a Villarcayo,
donde permanecieron una noche encerrados en el calabozo municipal, en
los bajos del edificio del ayuntamiento. Después, partieron en tren
rumbo a Burgos. “La mitad del vagón la
ocupábamos los trece presos y los guardias civiles que nos custodiaban.
El resto del vagón lo tenían los viajeros normales. Nos miraban con
miedo, que desaparecía al comprobar que nos llevaban bien atados con
aquellos alambres que se incrustaban en las muñecas, sobre todo, al que
se encontraba en el medio que llevaba las dos manos atadas”.
Dos días estuvieron encerrados en la cárcel provincial, ubicada en una
de las calles del casco viejo, tras lo cual volvieron a ser embarcados
en otro tren, en el que tardaron un día en llegar a la Estación del Norte en Madrid. Desde aquí, fueron enviados a la cárcel de Porlier, “en cuya estancia nos tuvieron durante una semana. Partimos hacia Córdoba y desde aquí a Sevilla.
En la ciudad de la Giralda, ocurrió un suceso curioso y gracioso. Al
llegar a la ciudad, preguntamos a los guardias que nos vigilaban si se
encontraba lejos la prisión. Como su respuesta fuera afirmativa, de que
por lo menos tendríamos que andar más de dos horas, con aquel calor y
esposados con aquellos alambres. Juan Antonio Gaya Nuño se dirigió al
que comandaba el grupo y le dijo: “Señor guardia, ¿qué le parece si le
damos dinero y alquila un coche que nos lleve hasta la prisión y
ahorrarnos la calorina que hace?”. El guardia no puso inconveniente.
Gaya nos reunió, contó el dinero que teníamos entre los trece y entregó
parte al guardia. Llegamos a la cárcel montados en un autobús los trece
de la fama y los guardias civiles. Fue todo un espectáculo la entrada en
la prisión. El más sorprendido fue el guardia del rastrillo que no daba
crédito al vernos descender de un autobús de viajeros. Se encogió de
hombros, abrió la cancela y nos adentramos en el penal, donde
permanecimos una semana encerrados, antes de partir hacía Cádiz a tomar
el ferry que nos trasladaría a Las Palmas. El recorrido de Sevilla a
Cádiz, lo hicimos en un tren de viajeros, y nos pareció corto a pesar de
las horas transcurridas. El motivo consistió en que Gaya pidió permiso a
los guardias para dar una conferencia sobre diversos temas. Le pusieron
como condición que su disertación no tuviera sesgos políticos. Gaya
aceptó y nos deleito a los presos, guardias y viajeros con una
conferencia sobre Roma y Atila que dejo a todos asombrados y perplejos
de su conocimiento sobre estos temas. Tenía gracia al narrar, debido a
que siseaba cuando hablaba, lo que imprimía cierto tono especial a lo
que contaba".
Orden de libertad condicional con destierro de Gaya Nuño publicada en un B.O.E. de marzo de 1943.
"Finalmente, embarcamos en Cádiz en un barco antiguo que desde hacia años efectuaba la travesía a las Islas Canarias.
El trayecto era peligroso, había que tener en cuenta que estábamos en
plena guerra mundial y por donde navegábamos era una ruta utilizada por
barcos alemanes e ingleses. En la cubierta del ferry se había pintado
una enorme bandera roja y gualda, para demostrar la imparcialidad de
España en dicha guerra. Lo cierto fue, que a mitad del trayecto nos
abordó un barco ingles. Después del registro correspondiente y de
conversar con el capitán, nos dejaron seguir. Al cabo de unos días
avistamos el puerto de Las Palmas. Cómo en todos los sitios que habíamos
parado, nos condujeron esposados al penal, donde según las noticias que
teníamos no saldríamos con vida.
Nos recibió un individuo delgado, con
un bigotillo apenas perceptible, moreno, alto, vestido con un traje
blanco, de tela fina como de seda, tocado con un enorme sombrero, cara
afilada, surcada por unas pobladas patillas. Llevaba una fusta con la
que golpeaba continuamente las botas altas, lustrosas, que se dejaban
ver a través del pantalón embutido en ellas. Lo primero que hizo fue
largarnos una filípica, para meternos el miedo en el cuerpo y verdad que
lo logró. Cuándo preguntamos quien era aquel personaje, nos contestaron
que el director del penal.
Nos distribuyeron en varias celdas
para cumplir la cuarentena, práctica común en todos los presidios, para
evitar contagios y comunicación entre los reclusos. La sorpresa cundió
en la noche, cuando dos presos se acercaron a las celdas gritando ¡Ha
llegado la hora de la cena!. Abrieron las celdas y tardamos en
sobreponernos de aquella sorpresa, traían unos platos repletos de
garbanzos con un trozo de chorizo y tocino. No lo podíamos creer. Hacía
años que no comíamos aquellos manjares. Acostumbrados como estábamos a
la bazofia de Valdenoceda, nos pareció un lujo y más cuando nos dijeron
que no guardásemos el plato que a continuación nos traerían un par de
huevos fritos y dos plátanos para cada uno, acompañados de medio kilo de
pan.
La temida prisión de Canarias (Las Palmas) terminó siendo una bendición para nosotros. Pitanza abundante y bien sazonada[...]:
"…Esto es un cielo…" decía el
Catedrático de Historia Gaya Nuño. "…y estamos aquí por no querer
comulgar. Qué verdad es que Dios escribe recto con renglones torcidos…".
Hasta aquí, las alusiones a Juan Antonio Gaya Nuño que figuran en las Memorias de Ernesto Sempere.
Gaya Nuño recibió su libertad condicional en marzo de 1943. Al negarse a acatar los Principios Fundamentales del Movimiento,
no pudo llegar a ejercer como profesor y catedrático en su materia, por
lo que tuvo de centrar su actividad profesional en la investigación
histórica y en la publicación de numerosas obras de Historia del Arte,
así como en la narrativa, destacando en ella por su agilidad y realismo,
magistralmente expuesto en narraciones como “El Santero de San Saturio” o los cuentos cortos ambientados en la Guerra Civil y en la postguerra titulados “Los Gatos Salvajes”. Miembro de la Hispanic Society de Nueva York y del Instituto de Coimbra, Gaya fue el paradigma de los eruditos, críticos e historiadores apasionados por el arte español. Fue monografista de Murillo, Goya, Velázquez, Zurbarán, Morales, Fernando Gallego, Cossío, Picasso,
etc., ... y creador de una prolífica obra multidisciplinar con 70
libros, y más de 700 publicaciones breves, folletos, separatas,
artículos, prólogos, ensayos y decenas de ediciones, entre ellas la más
cualificada Historia del Arte español publicada en nuestro país. Juan
Antonio Gaya Nuño falleció en 1976. En palabras de su esposa, Concha de Marco, “Nuño significa la imposibilidad absoluta de doblegarse ante nada ni ante nadie".
Por su parte, tras su paso por la Prisión de las Palmas y su liberación
condicional con pena de destierro en noviembre de 1943, Ernesto Sempere
fue alistado a la fuerza en el 94 Batallón Disciplinario de Soldados Trabajadores penados (radicado en el Campo de Gibraltar),
en el que permaneció preso hasta mediados de 1947. En diciembre de 1948
se le comunicó la concesión del indulto de la pena de reclusión,
permaneciendo desterrado de su ciudad de residencia y con obligación de
presentación periódica a las autoridades hasta mediados de la década de
los 50. Durante los siguientes cincuenta años, Ernesto Sempere aprendió a
sobrevivir, se negó a olvidar y se obligó a perdonar. Fundamentó su
nueva vida en el amor a su familia (su esposa --Otilia Luján--,
sus 8 hijos, sus nueras, sus 16 nietos) y a la creación artística y
musical. Murió el 13 de enero de 2005, rodeado de todos los suyos.
Ruinoso
estado actual (2009) del caserón en el que se radicó entre 1938 y 1943
la prisión de exterminio de Valdenoceda, Burgos, a orillas del alto
Ebro. Cerca de 200 presos recibieron allí la muerte. La imagen procede
del "Diario de Burgos".
Numerosas entradas y cerca de una
veintena de fotografías en este blog de "Todos los Rostros" aluden a la
prisión de Valdenoceda. Pueden verse en:
"Burgos, Capital (y provincia) de la Cruzada y de la Represión"
"Valdenoceda: 160 muertos sobre el río Ebro"
"El infame rancho"
"Ernesto Sempere e Isaac Arenal en 1941 en el patio de la Prisión de Valdenoceda"
"Juan Rodríguez y Tomás Huéscar en el patio de la Prisión Central de Valdenoceda (Burgos), en 1942"
"Banda de Música de la Prisión central de Valdenoceda (Burgos) en 1941"
"Blog de Imágenes en Homenaje a los represaliados"
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